Rita Young y el instinto atlético - trusolismo

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Duetas · 13

Los relojes no mienten, y Rita Young lo sabía mejor que nadie. El suyo marcaba los segundos como latidos clavados en la sien, recordándole que cada instante podía ser el último. Ahora ya no corría para ganar medallas: corría porque alguien —o algo— la perseguía. No sabía quiénes eran. Pero sus pasos los sentían. Y ella también.

Esa noche, saltó la verja del cementerio de Arkham con la precisión que solo dan los zapatos de atletismo gastados por el asfalto. A sus pies, la tierra removida ocultaba secretos que olían demasiado reciente. A Rita no le gustaba parar, pero alumbró el suelo con una linterna y murmuró: —Vamos, Rita… mantén la calma. Usa la cabeza.

Hizo palanca con una pala de sepulturero abandonada y, para su sorpresa, algo metálico brilló entre la tierra. —¡Mira lo que he encontrado! Una chapa. Una fecha. Un símbolo que no pertenecía a ningún lugar seguro.

Detrás de ella, un crujido. Rita se giró de inmediato. Un hombre con una capucha oscura —uno de los encapuchados que llevaba días siguiéndola— emergió de la niebla como un lobo enfermo. Rita no dudó. Dejó que su cuerpo actuara solo, con ese instinto de supervivencia que siempre le había salvado la vida. Un giro, un salto, un golpe limpio. Un embate por sorpresa que lo dejó tendido contra una lápida.

Pero el miedo no se iba. Ardía dentro como heridas internas, punzantes e invisibles.

Rita apretó los puños. —Ya basta… —susurró. “¡Se acabó el huir!” El cementerio, como un gigante dormido, guardó silencio ante sus palabras.

Aun así, sabía que no podía fiarse de su fuerza sola. En su pecho colgaba un pequeño amuleto: un recuerdo querido, un trozo de su vida antes de la oscuridad. A veces, tocarlo le devolvía la claridad para seguir adelante. Otras, la hacía temblar.

Entonces, una voz calmada la alcanzó desde la entrada del cementerio. —No estás sola. Era Peter Sylvestre, con su sonrisa tranquila y esa presencia que hacía que incluso la niebla retrocediera un poco. Rita nunca habría admitido lo mucho que lo necesitaba. Pero agradeció su llegada con un leve asentimiento.

Cuando otro encapuchado apareció entre las tumbas, Rita inspiró hondo. Reunió agallas, dejó que un coraje inesperado electrificara sus músculos, y atacó con la agilidad de una sombra danzante. La criatura retrocedió, sorprendida.

—Bien… —murmuró Peter—. Muy bien.

A cada amenaza que surgía, Rita avanzaba un paso más hacia la verdad. Cuando algo no salía como esperaba, respiraba hondo, aprendía del error, y repetía el movimiento con más precisión aún: vivir y aprender, como decía siempre su entrenador. Y cuando no entendía qué tenía frente a ella, agudizaba su mirada con una percepción que había entrenado durante años, dejando que el mundo se volviera más nítido y eficiente, como si el tiempo se ralentizara para ella sola.

Un instante después, la suerte —ese patrón caprichoso que parecía jugar con su vida— se manifestó de la forma más absurda. Tropezó con una raíz. —Ay, por— Pero al caer, su mano tocó un bolsillo oculto en un ataúd roto. —¡Qué suerte! —dijo entre risas tensas. Dentro, una nota. Una dirección. Una advertencia.

“Te quieren a ti, Rita. No a tus tiempos. A ti.”

El frío le subió por la columna como un veneno.

Peter se acercó, preocupado. —¿Qué dice la nota? Ella se guardó el papel. —Nada que no pueda manejar —mintió.

Porque algo en esa frase escrita temblaba como si estuviera viva. Una voz detrás de los símbolos le susurraba que los encapuchados no buscaban matarla. No todavía.

Querían algo peor. Querían que ella corriera. Que demostrara su límite. Que se quebrara. Que sirviera de ejemplo.

Rita tragó saliva. —Vámonos de aquí —dijo. Y, sin esperar respuesta, echó a correr entre las tumbas, ligera como el viento.

Peter la siguió. La niebla se cerró detrás.

Pero los relojes no mienten.

Y aquella noche, aunque Rita corría como nunca, el reloj parecía susurrarle algo nuevo…

Esta vez, puede que no sea la más rápida.

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